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custodia, particularmente aquellos que se prolongan debido al conflicto persistente entre los
progenitores, generan un impacto emocional significativo en los menores y adolescentes
involucrados. Las emociones más reportadas —ansiedad, tristeza, miedo e inseguridad—
coinciden con lo que ha sido documentado por diversos estudios que advierten sobre los efectos
psicosociales derivados de litigios prolongados, tales como síntomas de depresión, trastornos
conductuales y dificultades en la construcción de relaciones afectivas saludables (Calderón &
López, 2022; Horcajo-Gil, 2022).
Esta afectación se intensifica cuando se considera que muchos menores no solo enfrentan la
separación de sus padres, sino también dinámicas de manipulación emocional o violencia
psicológica ejercida durante el juicio, como se evidenció en las entrevistas. En este sentido, las
emociones negativas expresadas por los niños entrevistados —en particular, el sentimiento de
ser utilizados en el proceso— sugieren una forma de revictimización silenciosa que, aunque no
se materializa como violencia física, constituye una transgresión a sus derechos fundamentales.
Tal como señala Horcajo-Gil (2022), los niños se convierten en víctimas colaterales de disputas
legales que deberían, en teoría, garantizar su bienestar.
Desde la dimensión jurídica, aunque el principio del interés superior del menor se reconoce
ampliamente en el marco normativo mexicano, su aplicación efectiva presenta desafíos
estructurales. La evidencia recogida en este estudio sugiere que, en múltiples ocasiones, las
decisiones judiciales tienden a priorizar criterios formales sobre las verdaderas necesidades
emocionales de los menores, lo cual puede derivar en un incremento del sufrimiento psíquico
infantil durante el proceso (Jabbaz, 2021). Este desfase entre el ideal jurídico y la práctica
cotidiana ha sido también señalado por Suárez-Morales et al. (2024), quienes afirman que la
custodia compartida, si bien representa una alternativa que favorece la corresponsabilidad
parental, requiere condiciones procesales y actitudinales específicas para su implementación
efectiva, las cuales no siempre se cumplen en contextos de alto conflicto.
Conjuntamente, se identificó que el rol de los progenitores en la afectación de los derechos
del menor es central. La negativa de muchos padres a llegar a acuerdos tempranos de
convivencia, motivada por factores como problemas con terceras personas o disputas
económicas, revela una dinámica en la que el litigio se convierte en un instrumento de poder
más que en un mecanismo de protección. Esta conducta ha sido también documentada por
López Viso y Pedrosa Gil (2021), quienes advierten que el sesgo judicial hacia uno de los
progenitores, usualmente la madre, puede generar desigualdad en el acceso a la parentalidad y
provocar tensiones que terminan por impactar la percepción que los hijos tienen de sus propias
relaciones familiares.
Desde la dimensión social, los datos obtenidos confirman que los juicios de guarda y
custodia no solo afectan la estructura familiar inmediata, sino que también tienen implicaciones
comunitarias más amplias. La conflictividad prolongada y la instrumentalización de los menores
no solo perpetúan ciclos de violencia emocional, sino que también debilitan la cohesión social y
dificultan la construcción de entornos afectivos seguros (Fernández-Rasines & Ajenjo Cosp,
2022). Así, este tipo de litigios trasciende lo individual, afectando el tejido social y proyectando
sobre las nuevas generaciones un modelo conflictivo de resolución de diferencias.
En suma, los hallazgos obtenidos no solo ratifican lo expuesto en la literatura especializada,